Era morena, con las mismas ondulaciones en el pelo que en su vida. Su tez era tan oscura como el fuego que ella solía desear.
Estaba sola en aquel gran lugar. Le dio una calada y soltó el aire con placer. Bien sabía ya ella que su vacío no podría llenarlo aquel humo.
Más de una vez le repitieron que se estaba matando, y ella sólo sabía pensar que quizás es lo que realmente quería. Otra calada, los problemas cada vez son más pequeños. La soledad y la locura se apoderaban de ella. Llevaba un vestido amarillo, y una gigante chaqueta de cuero negra que le devolvía el frío que él le provocó.
Cada día que pasaba, el otoño se enfriaba y se acercaba su queridísimo invierno.
Se acercó a un columpio que no sabía ni cómo, estaba justo a sobre sus pies. No recordaba cómo había llegado hasta allí, pero tampoco tenía intención de aprender cómo iba a volver. ¿A caso iba a hacerlo? Se sentó y con dos suaves patadas al suelo, el columpio empezó a moverse poco a poco, y ella, tan sólo pendiente de que el cigarrillo que sujetaba con desesperación no se cayese, esbozó una sonrisa. Cuanto más alto se columpiaba, más sentía el frío en las piernas, y en el dolor. Pero le gustaba sentirse libre, es una sensación que poca gente podía experimentar en un mundo como ése.
Se cayó del columpio y se empezó a reír.
Cogió otro cigarro, y esta vez el viento le dio una tregua permitiendo por una vez que algo en su vida no se apagase, y echó a llorar. Primera calada, echó el humo con rabia. Segunda calada, ¿dónde estaba su locura? Ya debería haber aparecido. Tercera calada, esta vez los problemas no se iban. Tendrá que enfrentarse a ellos. “¿Sola?·” Pensó mientras sacaba otro cigarro.
¿Y qué le quedaba? Tan sólo aquellos malditos cigarros que la alejaban de la vida y la fría y negra chaqueta de cuero que él se dejó aquel día en su casa.