martes, 28 de enero de 2014

Ojos que estando alegres solo quieren llorar.

Como si de simple mantequilla se tratase abrió mis carnes. Sin preguntarme. Sin ningún pudor. Sin dudar, como tratando de averiguar sin querer que ocultaban esos ojos negros que riendo a carcajadas siempre parecían querer llorar. Reían tristes, con las sombras del dolor danzando en las pupilas y las cicatrices de la felicidad marcadas en el contorno.
Esos ojos, que son mis ojos, siempre habían buscado ver más allá; pero esa noche se quedaron estancados en uno de los charcos que la luna derramó en nuestro portal.
Él no habló. Se limitó a tararear una canción que nunca había escuchado, una canción escrita para cavar en pechos ajenos, para liberar almas, para estallar corazones... Porque eso es lo que creía que pasaría a continuación: que me estallaría el corazón, en mil pedazos, lloraría por cada poro de mi piel mientras la lluvia humedecía los rastrojos de mi cuerpo para evitar un incendio.
Pero no hizo falta. Me prendieron sus manos y no me tocaron. El fuego se abrió paso y estalló en la boca, dejandola seca, sedienta de sed, de besos, de anhelos.  De todo lo que un día creyó que conseguiría, dejando se buscar, solo soñando...
Poco a poco todo volvió a la normalidad. Las llagas del cuerpo recuperaron el compás de la circulación y se dejaron ser, sobre la piel, rosaceas, inborrables, temiendo ser olvidadas... curadas. Pero eso no era posible, y yo lo sabía cada vez que me miraba en el espejo con los ojos que estando alegres, solo querían llorar. Nadie sería capaz de curarme las heridas porque yo no las dejaba de tocar. Eran tan bellas, que supongo que yo tampoco quería desprenderme de ellas. Eran historia, eran restos de las mil y una batallas de mi mente y de mi alma. ¿Quién era yo para privar al mundo de tan maravillosa estampa?, ¿quién era yo para salvarme?... Nadie... Mantequilla.

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